En mi consultorio atiendo aproximadamente 18-20 pacientes por semana. Tiempo promedio
por consulta: 20-25 minutos. Durante ese breve encuentro debo revisar registros glucémicos, evaluar
adherencia terapéutica, ajustar dosis, buscar complicaciones, responder dudas, contener ansiedades y,
en el mejor de los casos, encontrar espacio para la educación diabetológica continuada. Cualquier
colega honesto admitirá que es una tarea titánica, cuando no imposible.
Hace unos meses, comenzamos un programa piloto con tres de mis pacientes más tecnológicos:
sistemas de monitoreo continuo de glucosa conectados a una aplicación con algoritmos que analizan
patrones, identifican tendencias y sugieren ajustes. La primera vez que revisé el informe generado por
el sistema para mi paciente Roberto, un taxista de 54 años con control metabólico históricamente
errático, sentí una mezcla de fascinación y desconcierto. El algoritmo había identificado picos
postprandiales sistemáticos entre las 14:00-16:00hs que yo había pasado por alto en meses de consultas,
probablemente ocultos en el bosque de datos de sus registros capilares convencionales. La IA no solo
los detectó, sino que correlacionó estos picos con su horario laboral y sugirió un ajuste específico en la
proporción carbohidratos/insulina para ese período.
Roberto llegó a la siguiente consulta con una HbA1c que había descendido de 8.7% a 7.3%.
"¿Vio doctor? La computadora tenía razón", me dijo con una sonrisa entre pícara y triunfal. ¿Debería
sentirme amenazado? ¿Superado? Tras mi formación en la residencia y mis años de práctica clínica
donde cada paciente representaba un desafío único que requería toda mi capacidad de observación y
razonamiento, resultaba desconcertante que un algoritmo pudiera captar lo que yo había pasado por
alto.
Sin embargo, pronto descubrí las limitaciones del sistema. Cuando intentamos implementarlo
con Josefina, una maestra jubilada de 72 años con neuropatía dolorosa y episodios recurrentes de
hipoglucemia asintomática, los resultados fueron menos impresionantes. La aplicación generaba
recomendaciones técnicamente correctas, pero completamente desconectadas de su realidad:
sugerencias dietéticas con alimentos que no podía pagar, esquemas de insulina demasiado complejos
para sus habilidades, y alarmas que generaban más ansiedad que beneficio en una paciente con
trastornos del sueño preexistentes. Después de tres semanas, Josefina volvió angustiada: "Doctor, esa
máquina no me conoce como usted".
Y ese es, quizás, el nudo gordiano de la cuestión. Los sistemas de IA actuales procesan datos
con una capacidad que supera ampliamente nuestras limitaciones cognitivas humanas, pero carecen de
algo fundamental: no conocen a la persona detrás de los números. No saben que Roberto sacrifica su
almuerzo propio para que sus nietos coman mejor, que Josefina vive con miedo desde que su hermana
quedó ciega por retinopatía diabética, o que Carlos, mi paciente más joven con diabetes tipo 1, acaba
de terminar una relación que desestabilizó completamente su control metabólico.
Si tuviera que redefinir mi rol profesional en este contexto cambiante, lo plantearía como una
especie de traductor o intérprete entre mundos: el mundo algorítmico de patrones glucémicos,